Rincón de lectura. Lecturas históricas

Numancia. Jose Luis Corral. Ed. Círculo de Lectores

"Los Segedenses habían llegado a  Numancia cansados. Habían caminado cincuenta millas en poco menos de tres días y el esfuerzo los había dejado agotados. Los numantinos los habían recibido con enramadas y cánticos, celebrando su llegada. Los espías numantinos habían anunciado que los romanos, en contra de lo esperado, no habían dado media vuelta y regresado a Salduie, como habían supuesto los segedenses que harían, sino que habían levantado un campamento provisional y luego habían continuado avanzando Jalón arriba hasta construir un campamento estable en Ocilis, y otro más a mitad de camino entre éste y Numancia. (...)
(...) Nobilior dio orden a los tribunos y generales para que las dos legiones y las tropas auxiliares latinas e íberas se pusieran en marcha de inmediato. Lentamente, como una enorme oruga roja y metálica, el ejército consular comenzó a avanzar. En línea de a cuatro, primero un escuadrón de caballería, después varios regimientos de auxiliares iberos, luego las cohortes de legionarios romanos y el fin el grueso de auxiliares latinos e iberos, caminaron hacia el norte, hacia Numancia. (...)
(...)Los romanos no luchan por si mismos, lo hacen por Roma; cada unos de ellos es una pequeña parte de un todo, como un pedazo de roca en una cantera. Cada romano encarna el ideal de su ciudad, que ellos llaman República; sólo les interesa la grandeza de Roma, de la que se consideran meros instrumentos. Para ellos, Roma es una obsesión; más que eso, es toda la razón, la única razón de su existencia, y contra semejante razón es muy difícil luchar.
   - Nosotros lo hacemos por la libertad, por nosotros mismos -replicó Ambón.
   - En efecto, ahí radica la diferencia, porque ellos, los romanos, no luchan por sí mismos, lo hacen por Roma, por eso no cederán  jamás, porque su propia vida les importa menos que la gloria de su República."


Alfonso I el Católico, primer rey de Asturias
La Nueva España · 25 de abril de 2005

Casado con Ermesinda, hija de don Pelayo, consolidó la Monarquía asturiana y extendió a sangre y fuego los límites del Reino hacia Galicia, Vascongadas y, por el Sur, hasta el Duero
Posa don Alfonso I el Católico para nuestro retratista de manera francamente imponente, coronado de rey, con el escudo en una mano y la temible hacha de guerra en la otra, en medio la espada que casi le llega a los tobillos, y, al fondo, las montañas en las que su suegro don Pelayo hizo morder el polvo al infiel.
—Y yo también –me dice, levantando el hacha, como si fuera un palillo–. Yo también les hice morder el polvo, con esta hacha y con la espada. Y con estas manos les arrojé piedras. Que no estaba don Pelayo sólo en Covadonga, ¡vaya!
—Perdone –me disculpo.
—Sí, muchas disculpas ahora, pero luego se escuchan cosas por ahí que tal parece que la batalla de Covadonga la ganó don Pelayo solo.
—¿Hubo batalla en Covadonga?
—¿Lo duda? –gruñe, mirándome con fiereza.
—¡No!
—Ah, bueno. Pues sí, Noriega, yo también estuve en Covadonga. Me envió mi padre, don Pedro, duque de Cantabria, con saludos para don Pelayo y una partida de cántabros bajo mi mando.
—Ya sé que no es así, pero alguna vez se dijo que don Pelayo era hijo también del duque de Cantabria.
—Entonces, ¿iba a ser hermano mío? No, de ninguna manera. Don Pelayo es mi suegro; es la única parentela que nos une. Y conste que fue él quien puso grande empeño en que me casara con su hija Ermesinda, mi esposa.
—¿Por qué?
—Por emparentar con la alta nobleza goda, ¿por qué iba a ser? Cuando don Pelayo llegó a Asturias, siendo un simple espatario del ejército de don Rodrigo, pretendió hacerse pasar por hijo del duque de Cantabria, que había sido el jefe de los ejércitos de los reyes godos Egica y Witiza; mas al llegar yo no pudo continuar sosteniéndolo. Por este motivo cifró todo su empeño en casarme con Ermesinda.
—¿Y usted aceptó, esperando ser rey?
—¡No! Porque don Pelayo estableció que su sucesor fuera su hijo Favila, quien, como se demostró en seguida, era algo alocado.
—En consecuencia, don Pelayo barrió para casa y nombró rey a su hijo, sin tener en cuenta que la monarquía visigótica designaba al nuevo rey mediante elección.
—Bueno, había de todo: unos reyes lo fueron por elección de los nobles y de los obispos, como el propio don Pelayo, que fue proclamado rey por los suyos alzándole sobre su pavés, a la manera antigua, y otros sucedían al rey anterior por ser sus herederos. Este sistema de ser rey por sucesión tiene ventajas sobre el electivo, ya que muchos reyes fueron asesinados para que pudiera sucederle alguien ajeno a su familia.
—Sin embargo, usted fue rey elegido.
—Poco a poco. Como es sabido, mi cuñado Favila, el hijo de don Pelayo, murió a los dos años de su reinado, entre las garras de un oso, a causa de su imprudencia. Aquel día, Favila estaba dispuesto a matar al oso, y aunque muchos le dijimos: «Que no sea al revés», no hizo caso. Y como después de la carnicería no había nada que hacer y sus hijos eran muy pequeños para ceñir la corona (de hecho, eran tan pequeños que cabían enteros dentro de la corona), fui proclamado rey yo, ya que era su pariente adulto más cercano, por estar casado con su hermana Ermesinda, y también porque por mis venas corre sangre de los reyes godos.
—¿Cuál fue la primera medida que adoptó al ser proclamado rey?
—Mi piadosa esposa Ermesinda y yo levantamos San Pedro de Villanueva, bajo el monte en que murió Favila, en recuerdo de nuestro desafortunado hermano.
—Muchos historiadores le conceden a su reinado una gran importancia. Por ejemplo, Besga Marroquín escribe: «El reinado de Alfonso I (...) significa la consolidación de la Monarquía asturiana. Si exagerado podría resultar señalar que Alfonso I fue el verdadero creador del Reino de Asturias, no cabe la menor duda de que con él se convirtió en algo irreversible». ¿Qué le parece?
—Que tiene toda la razón.
—¿Puede considerársele, en rigor, el primer rey de Asturias?
—No lo permitiría Ermesinda, que siempre tuvo en mucho a su padre y a su hermano, pero usted dirá. Don Pelayo reinó durante diecinueve años, pero hizo poco, muy poco: bien es verdad que las circunstancias no le permitieron hacer más. Y Favila, en dos años, apenas hizo otra cosa que construir la iglesia de la Santa Cruz.
—¿Puede decirse que fue usted un rey afortunado, don Alfonso?
—Lo fui: no se me cae el escudo por reconocerlo. Bajo mi reinado, los bereberes abandonaron Galicia, y por el Sur, Abd al-Rahman desembarcó en Almuñécar el año 755 originando una guerra civil en Andalucía. Cuanto más desunido esté el enemigo, mayores ventajas puede obtener uno.
—¿Cabía la posibilidad de que Abd al-Rahman fuera de origen cristiano? Lo digo por su nombre, que puede interpretarse como «Hijo del Romano».
—Hasta este momento no había caído en esa cuenta. Yo siempre le tuve por moro y enemigo.
—Sin embargo, se aprovechó de la confusión originada por su llegada.
—¡Claro! ¿Qué se esperaba que hiciese? Aproveché esa circunstancia para extenderme hacia Occidente y tomar Galicia, y hacia Oriente, hasta el territorio vascón. Pero lo más importante fue el avance hacia el Sur, hasta el río Duero, que considero nuestra frontera natural.
—Sin embargo, ese avance lo hizo a hierro y fuego.
—¿Y cómo entraron ellos, eh? ¿y cómo entraron los moros? Es cierto que mi hermano Fruela y yo conquistamos alrededor de treinta ciudades en Galicia, norte de Portugal, León, Castilla y La Rioja, asolamos los Campos Góticos y a los cristianos los enviamos al Norte, a que encontraran refugio en nuestro Reino de Asturias, y a los moros los matamos.
—Pero además asoló las tierras que ocupaba. Por eso le llaman el Yermador.
—Eso no es del todo exacto. Le diré: entre los años 748 y 756 había habido una fuerte sequía y, en consecuencia, muy malas cosechas en toda la Meseta; si a esto añadimos que los moros no se ocupaban de la agricultura, ni de la ganadería, ni de nada que no fuera saquear, aquellas tierras ya estaban bastante asoladas antes de que las yermara yo.
—Sin embargo, ¿por qué despobló las ciudades, villas y aldeas?, ¿por qué taló los bosques?, ¿por qué volvió estériles los campos?
—Por un motivo estratégico. Como no disponía de ejército suficiente para fortificar y defender las ciudades, las despoblé; como no habría brazos cristianos que pudieran recoger las cosechas, torné improductivas las tierras; como ningún cristiano podría beneficiarse de los frutos de los bosques, los talé; como no podía guarnecer los castillos aislados en pleno campo, los desmoché. Era una pena hacer aquello, porque los Campos Góticos eran fértiles y toda la Meseta, si hubiera paz, podía ser nuestro granero. Pero hice un desierto entre el Duero y los montes de Asturias, habitado tan sólo por fieras. Pero, ¿iba a permitir que, si los moros volvían, encontraran entre el Duero y las montañas campos donde aprovisionarse y villas en las que descansar? Les dejé un desierto.
—¿Y usted cree que resultó una medida efectiva esa desertización?
—Lo creo firmemente. Aquí me tiene: soy rey de Asturias. La población asturiana ha crecido con todos los cristianos que trajimos de la Meseta, y hemos incorporado a nuestro Reino la Liébana, la Trasmiera, las Vardulias y la parte costera de Galicia.
—Va camino Asturias de ser un gran reino.
—Al menos, se están poniendo los cimientos. Pero me llegan noticias alarmantes del Sur. Abd al-Rahman ha proclamado el emirato independiente de Córdoba, y eso tal vez no sea bueno para nosotros, porque se trata de la unificación de distintos poderes y de reyezuelos que actuaban a su aire. Quién sabe si los moros no nos darán nuevos disgustos. Pero una cosa es cierta: de aquí, de Asturias, ya no nos desalojan.


Comienza la aventura de la repoblación

Ahora os hablaré de mí. Me llamo Zonio y nací en la primavera del año de Nuestro Señor de 774, año 812 de la era hispánica, año 158 de la hégira musulmana, reinando en Asturias el rey Silo. Me bautizaron en la iglesia vieja de San Bartolomé de Aldeacueva, en el valle de Carranza. Vine con mis padres a estas tierras cuando aquí no había sino enemigos y alimañas. Aré los campos, vestí los hábitos, empuñé la espada, luché mucho, perseguí un amor desdichado y repoblé tierras en el nombre de Dios Nuestro Señor. Conocí a Beato de Liébana y viví su guerra con el hereje obispo Elipando. Estuve en la batalla de Lutos y tomé Lisboa con mi rey Alfonso el Casto. Viajé a Córdoba y penetré en el harén del emir. Vi la tumba del apóstol Santiago en Compostela y viajé en embajada al país de Carlomagno. Hice presuras de tierras en Álava y estampé mi nombre en el fuero de Brañosera. Hoy me acerco a los sesenta inviernos y mi cuerpo ya no tiene fuerzas para retener mi alma. Por eso os contaré mi historia antes de morir.
De mi primera infancia apenas recuerdo otra cosa que una vaga impresión de felicidad en un valle verde y estrecho. Me enseñaron que nací en un linaje de hombres libres. Mi bisabuelo, de nombre Lebato, se había alzado en armas contra el moro, junto al duque Pedro de Cantabria, y con él había estado el glorioso día en que los montañeses aplastaron a los sarracenos en su fuga de Covadonga. Mi abuelo, García, fue guerrero en la hueste del primer rey Alfonso antes de echar raíces en este valle. Siguiendo la costumbre goda, mi padre recibió el nombre del abuelo: Lebato, y él fue quien heredó la propiedad. Nosotros, sus hijos, disfrutábamos ahora de esa libertad conquistada a punta de espada.
Fue mi padre, Lebato, el primero en acariciar la idea de pasar los montes. En la aldea ya no había sitio para todos. Ni sitio, ni comida. Uno de sus hijos podría heredar el terruño, pero ¿qué sería de los demás? Por otro lado, la escasez empezaba a roer nuestras vidas. Cada vez era más difícil sacar fruto de la tierra, incesantemente cultivada con nuestros pobres arados de madera. También la caza escaseaba. Los animales escapaban hacia los bosques del sur. Pero el sur terreno vetado: los musulmanes podían merodear por allí.
Un otoño, mi padre y mis hermanos mayores, García, Vítulo y Ervigio, ascendieron a las peñas y excavaron terrazas para tratar de hacer bancales. Fue la última intentona: convertir aquellas peñas en tierra fértil y cultivable. Pero era trabajo ímprobo atravesar el bosque, descubrir claros entre la enorme arboleda, escaliar el suelo y sacar de allí algo útil. Aquello no era solución.
Nunca supe cómo se le ocurrió cruzar la montaña. Desde muchos años atrás, todos habíamos crecido en la convicción de que al otro lado de la montaña aguardaba la muerte. Los musulmanes que cabalgaban desde el sur, con sus extrañas vestimentas y sus veloces caballos, pasaban todas las primaveras en busca de botín y esclavos. Todos conocíamos a alguien que había perdido a una hija o a un marido víctimas de aquellas expediciones de rapiña. En nuestro valle, en nuestro mundo, las montañas nos resguardaban del enemigo. Al otro lado, por el contrario, todo era peligro. Pero mi padre dio el paso.
Recuerdo bien el día: se levantó muy temprano, arregló el caballo, besó a mi madre, llamó a sus hombres -Rui, Cervello, Guma- y partió hacia la montaña. Iban armados como a la guerra, y en cierto modo era una guerra lo que afrontaban: la guerra en busca de una vida más libre y mejor. Pasaron los días. Mi madre se deshacía en rezos a la Virgen y a todos los santos. Durante una semana no tuvimos
noticia de los exploradores. Los peores presagios invadieron nuestro ánimo. Pero un día Lebato regresó.
Mi padre volvió a casa muy excitado. Se diría que había descubierto un tesoro. Y en cierto modo eso era lo que había ocurrido. Al otro lado de los montes, donde el río Ordunte va a dar en el Cadagua, había descubierto tierras llanas y, en ellas, restos de aldeas, campos abandonados, viejos molinos en ruinas, jugosos prados, bosques de buena madera, montes que sin duda esconderían abundante caza ... Allí había tierra para mucha gente. Tierra libre y sin dueño que solo estaba esperando a que una mano diestra le supiera arrancar fruto. Era lo que mi familia estaba necesitando.
Muniadona miró a su marido con ojos espantados: tierra al sur, tierra sin dueño, tierra peligrosa, tierra expuesta al moro... Pero no, hacía tiempo que los moros no asomaban la nariz por aquellos pagos. Por otro lado, ¿acaso no teníamos armas? Las mismas armas con las que ahora cazábamos nos servirían para defendernos, como tantas otras veces. Y además, aquella tierra era nuestra por derecho: quizá sus dueños hubieran muerto, pero era tierra cristiana y por cristianos debía ser ocupada. Mi madre, en pie delante del hogar, detuvo sus ojos en mi padre con una rara expresión, una extraña mezcla de incredulidad y miedo y amor y también esperanza. Parecía pensar algo así como «No podrás tú solo». Pero Lebato hundía su vista en el fuego, como buscando en las brasas un augurio.
Entonces mi abuelo García habló. El anciano conocía bien esas tierras de la que hablaba Lebato. Las había recorrido a uña de caballo en su mocedad, en la hueste del gran guerrero Fruela Pérez, hermano de nuestro rey el primer Alfonso. Ocurrió que en aquel tiempo lejano los moros habían abandonado muchas de sus posiciones al otro lado de las montañas. Al parecer, los mahometanos se habían enemistado entre sí. Apenas si dejaron algunas pequeñas guarniciones bereberes en las aldeas del gran valle. El rey Alfonso, yerno el glorioso Pelayo y depositario de su herencia, vio una oportunidad de oro para limpiar la frontera. Así, columnas e jinetes cristianos empezaron a partir todas las primaveras desde los altos valles del reino para vaciar el paisaje al sur.
Mi abuelo nos había contado infinidad de veces, al calor del fuego invernal, aquellas correrías por tierra de nadie. La hueste llegaba a una aldea, aniquilaba a los moros, liberaba a los cristianos y los traía consigo al norte sin dejar tras de sí más que ceniza y desolación. De este modo el viejo García recorrió todo el valle del Duero hasta la gran meseta del sur. El rey Alfonso se había propuesto tres cosas. Una, liberar a aquellos cristianos de su yugo. La segunda, ganar población para su reino. Y la tercera, privar al moro de puntos de reposo en la región. Mi abuelo tenía a gala haber cabalgado junto al rey y su hermano, el gran Fruela, en esas aventuras, y de alguna de ellas sacó además buen botín. El hecho es que en aquellas cabalgadas había atravesado varias veces nuestros montes hacia el valle de Mena, y allí había podido comprobar que este valle, al oriente de la vieja Area Patriniani, era rico y fresco y estaba bien regado, y lo más importante: quedaba protegido por una muralla natural al sur que impedía el paso a cualquier peligro. Era, en fin, un buen sitio para probar suerte.
Aquellas palabras hicieron brillar diamantes en los ojos de Lebato. Mi padre cogió un tizón de la chimenea, lo enfrió en agua y acto seguido, como un autómata, dibujó una especie de croquis sobre la tosca losa del suelo. Unas montañas, unos ríos, unos bosques... Se detuvo y miró a mi abuelo. El viejo guerrero cogió a su vez el tizón y completó el paisaje: los montes que cerraban el valle por el este y por el sur, el estrecho camino del oeste hacia el monte Cabrio y las ruinas de Area Patriniani ... Realmente aquel valle era una fortaleza natural. Los hermanos asistíamos al espectáculo como si fuera una especie de ritual mágico. Y oscuramente intuíamos que nuestro destino se jugaba en los negros trazos de aquel conjuro.
En los meses siguientes, y durante un par de años, Lebato consagró toda su energía a buscar caminos hacia la tierra prometida. A veces con su gente -el fiel Cervello, el valiente Rui, el astuto Guma-, a veces con mis hermanos Vítulo y Ervigio, incluso él solo en algunas ocasiones, recorrió palmo a palmo los montes de Ordunte estudiando el terreno, trazando rutas, abriendo claros. y después bajó al valle, su tierra de promisión, señalando campos y levantando cabañas. Muy pronto decidió que no viajaríamos rodeando os montes, sino que los cruzaríamos aprovechando las veredas naturales de las gargantas. Rodear los montes por el este o por el oeste exigiría un viaje de varias jornadas, con mucha provisión de vituallas y demasiada gente para protegernos de salteadores, y no teníamos ni tantos hombres ni tantos víveres. Cruzar los montes era una vía más difícil, era nos llevaría menos tiempo y, además, nos aseguraría contra los ladrones de los caminos. Estaba decidido: viajaríamos todos. En la aldea quedaría el primogénito, García, heredero del solar, junto al abuelo, demasiado viejo para la aventura. Y todos los demás daríamos el salto.
J. Javier Esparza: El caballero del jabalí blanco. Ed. Esfera de los libros. Novela histórica


 Urraca. Lourdes Ortiz. ed. Planeta, 1994

"Desde la celda puedo esuchar el cántico de los monjes y sé que pronto amanecerá. Una reina no puede dejarse consumir por la melancolía, me recuerda el hermano Roberto, y se oculta para que yo no pueda percibir ese destello, que es, entre otras cosas, piedad, compasión que humilla. Nadie debe, ni puede, compadecer a Urraca. Todavía no estoy vencida." (continuará...)
 (p. 9)
(Continuación)

(...) Avanzaba la comitiva por las callejas de Toledo y el retumbar de los tambores era sólo amainado por sonido dulce de las chirimías. Mi tía Urraca cabalgaba delante, entre mi padre y mi ayo, Pedro Ansúrez, y yo detrás, junto a mi madre, iba recogiendo el rumor de las voces, el vaivén de los blancos y marrones de las chilabas sucias, la mueca airada de los que inclinaban sus cabezas... Bernardo de Salvatat, el monje negro, repetía sus imprecaciones en voz baja. Toledo era la sede eclesiástica que le había prometido mi madre y los juramentos y pactos de mi padre le impedían entrar a saco en la Mezquita para convertirla en esa catedral que soñaba... Pero eso yo todavía no podía saberlo; esa niña que era yo, vestida de escarlata, sentada en mi potro de fuego, sólo oía los ecos, aunque todavía no podía entender los sentidos (...) Bernardo soñaba capiteles cincelados en piedra que derribaran los estucos e imaginaba sólidos muros de granito para cobijar a su Dios.
- Levantad las cabezas del polvo y arrancad vuestros turbantes blasfemos. No es Alá a quien debéis veneración. Sólo hay un único Dios, aquel que se manifestó en la zarza, un único Dios que se hizo hombre y cargó con vuestras miserias, con vuestros pecados y vuestra felonía.

- Aguardad, Bernardo, todavía no es el tiempo -murmuraba mi madre y se tragaba en su altanería sus despechos, sus noches de esposa mal casada."
(...)  (op. cit. p. 12)

(Continuación)

(...) Cuatro reconciliaciones en apenas cuatro años de matrimonio. Urra­ca, la reina loca, dicen muchos. Urraca títere, Urraca inconsciente, Urraca histérica...
Me cuesta reconstruir aquellos años y, sobre todo, es difícil re­construir los sentimientos. Nunca Gelmírez y los demás perdonaron mi boda. Pero eso yo ya lo había previsto. ¿Qué sucedió entonces? ¿Por qué quien el día 19 de septiembre se convirtió en mi marido fue en seguida única causa de todos los males que habían de acaecer­me? ¿Por qué vacilé y no acepté desde el principio los consejos de los que me incitaban a renunciar a mi matrimonio, para ocuparme tan sólo de consolidar un trono que muchos, aprovechando la inopor­tunidad de la boda, lucharon por hacer suyo?
Bernardo de Salvatat se apresuró a sacar a la luz el asunto del parentesco y comenzó a manejar la "amenaza de excomunión: temblaba ante la perspectiva de que menguaran los privilegios de Cluny y ver al mismo tiempo ensalzados a aquellos caballeros que pretendían servir a Dios a lomos del caballo y con las armas en la mano. Por eso reaccionó con prontitud, enviando legados a Roma, donde contaba con el apoyo del Papa Pascual.
Gelmírez se sintió traicionado y, por primera vez en su vida, unió s esfuerzos a los de Bernardo. Yo me encontraba aislada en la corte y todo parecía ponerse en contra mía. (…) (op. cit. p.67)
  
(Continuación)

(…)Pero ahora es tarde y debo dormir para que mañana, cuando ellos lleguen, no se hagan evidentes las arrugas debajo de mis ojos, estas canas que taparé con gena en cuanto vuelva a palacio, esta palidez que podría engañarles acerca de las fuerzas que aún poseo. Ahora seguramente también mi hijo descansará, y puede que le atormenten los malos sueños, que tenga presentimientos y presagios. Todo lo que ha dispuesto debe estar ya en marcha, y sólo él sabe cuál de los que envía ha de ser mi verdugo.
 Duerme bien, Alfonso Raimúndez, y no dejes que te asalten las pesadillas. Tu madre aún sigue viva y las cartas aún no han sido tira­das; probablemente tú también has consultado a los astros y ello te han advertido de la justeza de tus previsiones; quizá Nabucodono­sor te ha alertado, como aquel día en que Poncia las echó para mí: pero ahora, como entonces, hijo, todavía no ha salido la Muerte. (…)

Catalina de Lancaster y Enrique de Trastámara. Los primeros Príncipes de Asturias


«Mi madre Constanza jamás renunció a la corona de Castilla. Era la segunda de las hijas de Pedro  I, pero al elegir su hermana mayor Beatriz la paz del convento de Santa Clara de Tordesillas, la  línea sucesoria la designaba a ella como heredera. Además, se casó con un hombre ambicioso, Juan  de Gante, duque de Lancaster, hijo del rey de Inglaterra, Eduardo III. Otro hijo de este monarca, el  duque de York —tan ambicioso como su hermano, mi padre, pero menos inteligente—, se casó con  Isabel, la hermana pequeña de mi madre. Así pues las hijas del rey Pedro I, último monarca de la  Casa de Borgoña en Castilla, entraron directamente en la familia real inglesa. En cierta forma era  normal porque mi padre y mi tío eran hermanos  del conocido «Príncipe Negro», el Príncipe de  Gales, que había luchado en Castilla al lado de mi abuelo, obedeciendo lo dispuesto por su padre  Eduardo III.


»Yo, Catalina, era la primera hija de mi madre  pero la octava de mi padre, que había estado casado antes. Mi padre estaba dispuesto a luchar por el trono castellano. Y no perdía la  oportunidad de unirse a los enemigos de Castilla porque la lucha por el poder constituía el motor que impulsaba todas las acciones. En nuestro mundo resulta normal que las fidelidades en principio consideradas sinceras se conviertan con el paso del tiempo en grandes traiciones. Porque las alianzas de hoy se cambian por otras más ventajosas al día siguiente.

»A pesar de los esfuerzos de mi padre, siempre sospeché que no conseguiríamos el trono de Castilla por la fuerza porque, de ser así, mi madre y mi padre serían los soberanos y yo presentía que la solución iba a estar ligada a mi persona. Desde muy pequeña supe que mi único objetivo en la vida sería el de devolver a mi familia lo que nos pertenecía. Mi madre me inculcó la alta responsabilidad a la que habría de enfrentarme  un día. Ella esperaba sentarse en el trono castellano y, como su hijo varón había muerto,  yo sería su heredera y sucesora. No sabíamos ni cómo ni cuándo, pero las dos mirábamos esperanzadas el futuro.

»Mi madre era orgullosa y odiaba a los Trastámara, causantes de su desgracia. Ella sabía, igual que yo y lo mismo que los petristas —así llamaban a los seguidores de mi abuelo—, que el bastardo Enrique, hermanastro de mi abuelo, se convirtió en rey después de asesinarlo vilmente. Dios, cómo sufrió mi madre al tener que aceptar como yerno al nieto del asesino de su padre. Pero lo hizo con la mejor de sus sonrisas porque ello significaba que yo, su hija, la nieta de Pedro el Cruel —de esta forma se referían a él quienes no le querían—, me sentaría en el trono que sólo a nosotros nos pertenecía.

»Todo se había desarrollado de una forma bastante inesperada. Los enfrentamientos siempre estaban a punto y mis padres querían aprovechar el momento más conveniente, el de mayor debilidad del rey castellano, que entonces era Juan I, el hijo del bastardo Enrique. La ocasión se presentó propicia en el año 1386, después de la batalla de Aljubarrota. Fue entonces cuando mi padre, desde Portugal, decidió invadir Galicia para pelear por algo con lo que soñaba cada día.

»No sucedió lo que esperábamos porque Castilla contaba con el apoyo de los franceses y llegado el caso también Navarra y Aragón se pondrían de su lado. »Nunca supe exactamente de quién partió la iniciativa de proponer la firma de la paz de Bayona. Dicen que suelen ser los ganadores quienes imponen las condiciones de los armisticios. En este tratado nosotros conseguimos el compromiso por parte de Juan I de que su hijo Enrique, el heredero, se casase conmigo, uniendo de esa forma las dos ramas, la legítima y la bastarda.  Se instituyó entonces el título de Príncipes de Asturias para los herederos al trono de Castilla.  Enrique de Trastámara, nieto del regicida, y yo, Catalina  de Lancaster, nieta del rey asesinado, nos convertíamos en los primeros Príncipes de Asturias.

»Yo siempre mantuve que a los dos nos correspondía el título, porque ambos éramos herederos de la corona de Castilla. Él representaba la rama ilegítima y yo la legítima. Es cierto que fue Enrique quien protagonizó la ceremonia en que por  primera vez se institucionalizó el título de Príncipe de Asturias. Nunca olvidaré la imagen de aquel niño que se iba a convertir en mi marido.

Enrique estaba sentado en un gran trono y cubierto con un magnífico manto de púrpura. Le habían puesto un amplio sombrero y llevaba una vara de oro en la mano. Después de recibir el ósculo de paz de su padre, todos le reconocieron como Príncipe de Asturias.

»Resultaba evidente que si no hubiera sido por mí, por lo que yo significaba, ¡paz y concordia!, no habrían pensado en ese título para los herederos a la corona. Enrique era el Príncipe de Asturias y yo la Princesa por mi matrimonio con él.

»Es verdad que yo no podía heredar en solitario el trono de Castilla, pero tampoco Enrique o su hermano podrían hacerlo si no se casaban conmigo. Por ello siempre me consideré como la primera y auténtica Princesa de Asturias. Además, como inglesa, aquel título, encerraba para mí un emotivo significado. En mi tierra hacía tiempo que se había creado para distinguir a los herederos al trono el título de Príncipe de Gales. Creo que fue el rey Eduardo I, casado con Leonor, infanta castellana, hija de Fernando III, quien después de conquistar el país de Gales decidió que éste sería el nombre que llevarían los herederos al trono de Inglaterra. El primer Príncipe de Gales de la historia fue el desgraciado rey Eduardo II, que murió asesinado  por orden de su esposa. Era el abuelo de mi padre.

»Durante un tiempo me interesé en conocer las razones que llevaron a mi suegro, el rey Juan I, a elegir Asturias para el título de los herederos  castellanos. Nunca obtuve una respuesta concreta, pero pienso que aunque la situación no era igual a la de Inglaterra, sí bastante similar, porque en el reino de Castilla, el señorío nobiliario de Asturias —que había pasado del bastardo Enrique II a su hijo natural, Alonso Enríquez, conde de Noreña—, también había sido incorporado a la Corona castellana, no después de conquistarlo, como sucedió con Gales, sino al confiscarlo mi suegro, por problemas con su hermanastro el conde de Noreña.
»Me inclino a creer que el principal motivo fue histórico, ya que en Asturias estaba el origen de la monarquía a la que nosotros pertenecíamos y siempre es bueno no olvidarse de las raíces. Procuré, desde entonces, conocer un poco la historia de  los reyes asturianos y así me enteré de que la dignidad de Príncipe de Asturias ya la habían llevado otras dos personas, aunque no con el significado que ahora tenía. El  primero había sido Ramiro, hermano del rey Ordoño II, monarca asturiano que decidió trasladar la corte de Oviedo a León. Pues bien, Ordoño le concedió el señorío y gobierno de Asturias a su hermano, que pasó a ser Príncipe de Asturias. Un siglo más tarde, el rey Alfonso VII, conocido como el Emperador, le confirió esta dignidad a Urraca, la hija natural que había tenido con Gontrodo Petri, una hermosa mujer asturiana.
»Era un título, Princesa de Asturias, del que me sentía muy orgullosa.  Aquel nombre, Asturias, siempre tendría para mí un significado muy especial. »Éste fue el principal acuerdo del Tratado de  Bayona, por el que mi  padre obtuvo para él una importante renta anual y Juan I conseguía la tranquilidad; mis padres se comprometían a no volver a importunarle con nuevas reclamaciones.»

Catalina de Lancaster. Primera Princesa de Asturias. María Teresa Álvarez. Ed. Esfera de los libros
         

Juana la Beltraneja. El pecado oculto de Isabel la Católica. Almudena de Arteaga. Ed. Círculo de Lectores

 Cuando la hermana del rey de Portugal deja Lisboa para casarse con Enrique IV de Castilla, no cree en los rumores que cuestionan la virilidad de su futuro marido. A sus dieciséis años, alegre y hermosa, confía en alumbrar ese heredero que en su primer matrimonio Enrique ansió tanto. No sólo para acallar las voces que pesan sobre su hombría, sino para dar estabilidad a un reino en el que la nobleza lucha por el poder. Pero la noche de bodas sufrirá su primera gran desilusión. Mientras el atractivo Beltrán de la Cueva consigue el favor real, un médico judío idea un método que algunos consideran demoníaco para que la reina pueda engendrar. Pero cuando la frívola madre dé a luz una niña, muchos se preguntarán ¿Quién es el verdadero padre, el rey o Beltrán? ¿Es Juana de Castilla la legítima heredera al trono o, simplemente, la Beltraneja?... (...) (Lecturalia.com)


El pergamino de la seducción Gioconda Belli. Ed. Seix Barral, Barcelona, 2005

(…) No fue sino hasta la adolescencia que logré reconstruir el pasado que hizo de mi madre una formidable mujer… Mi madre había sentido gran afecto por su medio hermano Enrique, hijo del primer matrimonio del Rey Juan II, su padre. Cuando el rey Juan murió, la corona pasó a manos de Enrique, quien se convirtió en Enrique IV. Este medio hermano, convenció a mi abuela de la conveniencia de que mi madre y su hermano Alfonso se trasladaran a vivir a la corte en Valladolid y dejaran Arévalo. La abuela no quería dejarlos ir, pero no pudo oponerse. Después de que partieron sus hijos la venció la locura.
Mi madre tenía diez años y Alfonso nueve. Hablaban más portugués que castellano. Por ese tiempo nació la princesa Juana, hija de Enrique y Juana de Portugal. Mi madre y mi tío estuvieron presentes en su bautismo y oyeron al rey proclamarla futura heredera de Castilla ¿Cómo iba a imaginar mi madre que un día estaría en guerra contra esa criatura por la sucesión al trono?
La vida licenciosa del rey… y los rumores de que el caballero Beltrán de la Cueva era íntimo de la reina, hizo que la nobleza empezara a llamar a la pequeña princesa, Juana “la Beltraneja”. A pesar de esto, el rey, en vez de alejar a don Beltrán, le concedió más y más títulos nobiliarios… el favoritismo fue demasiado para los nobles, sobre todos para los poderosos…. Los desmanes de Enrique, las dudas sobre la legitimidad de su hija, llevaron a varios nobles a propugnar que la corona de Castilla se entregase a mi tío Alfonso.
El presunto heredero Alfonso, sin embargo, murió tras cenar una trucha_ quizás envenenado, porque ¿quién muere de eso?_, y la designada entonces para ocupar el trono pasó a ser mi madre. Tras presiones, levantamientos y asedios militares, el rey aceptó que mi madre lo sucediera y firmó en Toros de Guisando una tratado. Más de una vez, sin embargo, el rey Enrique renegó de este compromiso. Mi madre vivió varios años de su vida en vilo. La intentaron casar varias veces con el Rey de Portugal y con un caballero mucho mayor que ella, pero al fin se propuso el matrimonio con mi padre, Fernando, para así lograr el apoyo de Aragón en la lucha sucesoria.
Mis padres se casaron... en una ceremonia preparada sigilosamente, a la que mi padre llegó de incógnito, disfrazado de arriero. Sólo después de la boda solemne y los seis días de fiesta, mandaron un emisario a notificarle del suceso al rey Enrique, quien se enfureció tanto que volvió a proclamar a Juana “la Beltraneja” como heredera. Se dice, que entre mis padres, hubo amor desde que se conocieron. Ambos eran jóvenes, hermosos y supongo que las secretas circunstancias de su matrimonio, saber que estaba de por medio la unión de Castilla y Aragón y los peligros, alimentaron la atracción de uno por el otro.
Mi madre… se jugó el todo por el todo al asumir su derecho a la sucesión de la corona de Castilla. Pero el gesto más revelador de su genio es la manera en que, al día siguiente de la muerte de Enrique, quien murió sin dejar testamento, se hizo coronar reina de facto en Segovia el 13 de diciembre de 1474, en virtud del tratado de Toros de Guisando y sin esperar a mi padre. Él había aceptado ser rey consorte … cuando él llegó a Segovia el 2 enero fue recibido en las afueras de la ciudad por el cardenal Mendoza y el arzobispo Carrillo… en su camino hacia la ciudad vio los suburbios todos adornados con estandartes y el júbilo de las gentes que salían a ovacionarlo mientras la música regaba las calles. Los mejores juglares cantaban desde las esquinas acompañados por hombres que escupían fuego por la boca o balanceando objetos sobre sus cabezas. Fue un recibimiento triunfante que se prolongó hasta el atardecer… mi madre esperó a que la procesión entrara a la plaza para dejarse ver en lo alto de la escalinata del Alcázar, engalanada con su tiara y un collar de rubíes sobre su garganta. Con la juventud y belleza de sus veintitrés años, bajó entre las aclamaciones de sus súbditos a reunirse con su marido para acompañarlo a la catedral, donde él juró su alianza a la ciudad y dio su promesa de defender y hacer cumplir las leyes de Castilla.
Pocos días después, mis padres escogieron el emblema y la divisa: ‘tanto monta, monta tanto’.”

León el Africano. Amin Maalouf. Ed. Círculo de lectores
“A mí, Hasan, hijo de Mohamed el alamín, a mí, Juan León de Médicis, circuncidado por la mano de un barbero y bautizado por la mano de un papa, me llaman hoy el Africano, pero ni de África, ni de Europa, ni de Arabia soy. Me llaman también el Granadino, el Fesí, el Zayyati, pero no procedo de ningún país, de ninguna ciudad, de ninguna tribu. Soy hijo del camino, cara­vana es mi patria y mi vida la más inesperada travesía.
Mis muñecas han sabido a veces de las caricias de la seda y a veces de las injurias de la lana, del oro de los príncipes y de las cadenas de los esclavos. Mis dedos han levantado mil velos, mis labios han sonrojado a mil vírgenes, mis ojos han visto agonizar ciudades y caer imperios.
Por boca mía oirás el árabe, el turco, el castellano, el beréber, el hebreo, el latín y el italiano vulgar, pues todas las lenguas, to­das las plegarias me pertenecen. Mas yo no pertenezco a nin­guna. No soy sino de Dios y de la tierra, y a ellos retornaré un día no lejano.
y tú permanecerás después de mí, hijo mío. Y guardarás mi recuerdo. Y leerás mis libros. Y entonces volverás a ver esta es­cena: tu padre, ataviado a la napolitana, en esta galera que lo de­vuelve a la costa africana, garrapateando como mercader que hace balance al final de un largo periplo.
¿Pero no es esto, en cierto modo, lo que estoy haciendo: qué he ganado, qué he perdido, qué he de decide al supremo Acree­dor? Me ha prestado cuarenta años que he ido dispersando a merced de los viajes: mi sabiduría ha vivido en Roma, mi pasión en El Cairo, mi angustia en Fez, y en Granada vive aún mi inocencia.” (pag. 9)

2 comentarios:

  1. Guadalupe para el trabajo tenemos que resumir en sies lineas cada texto o lo que cuentan ambos? gracias

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